Con la mirada perdida en un punto que parece distante, las manos en los bolsillos de su pantalón gastado y una mochila al hombro, llena solamente de unas cuantas provisiones, pero eso sí, repleta de sueños, de mil esperanzas y mil ilusiones. Ellos esperan, al parecer tranquilos, la llegada de su destino.
Sabía a lo que íbamos, se trataba de una práctica de mi materia Taller de Televisión II, la grabación de un documental sobre migración; ir, recoger testimonios, grabarlos y cumplir con una tarea más, documentar un problema que ha sido ya cientos de veces documentado, ver aquello que he visto cercano solamente por la pantalla del televisor o las fotografías y reportajes de un periódico, algo que aunque afecta gravemente a nuestra sociedad me había sido totalmente ajeno, lo confieso, se trataba de eso, cumplir con una tarea y regresar a mi ‘realidad’, sin embargo, jamás imaginé que el golpe de la realidad, esa realidad que viven miles de personas día a día, sería tan duro, cambiaría algo en mi, provocaría la preocupación sobre un problema que nos concierte a todos, la necesidad de comunicarlo, la misma que me tiene escribiendo a estas horas, desahogándome y buscando una manera de hacer algo, aunque sea informar, compartir con otros esta experiencia, tratar de despertar un poco de conciencia, la misma que en mi había estado dormida.
Eran alrededor de las 10:00 AM cuando llegamos a aquel lugar, Altar, pueblo de paso en una carretera del estado de Sonora, cercano a la frontera con Estados Unidos, punto de reunión para todos aquellos que persiguen el sueño americano y de negocio para toda la mafia que trafica con personas, aquellos que muchas veces los embaucan y abandonan a su suerte en el desierto. Nos encontrábamos allí, en la antesala de una travesía que aunque augura un gran peligro, para muchos representa la única salida hacia una vida mejor, pero que por desgracia la mayoría del tiempo es sólo un espejismo, una ilusión. Altar, lugar de paso desde donde se advierte un ligero aroma a muerte.
Llegamos a la plaza del pueblo, con su pequeña iglesia al centro, rodeada de ‘casas de huéspedes’ y puestos, algunos son de comida y otros tantos están repletos de camisas, chamarras, guantes, tenis, entre otras cosas útiles para el viaje. Vemos cómo poco a poco el lugar se va llenando de cientos de personas que aguardan por el inicio de la última etapa de su travesía, sentados en las bancas y jardineras, algunos están comiendo en los puestos y otros entran a la iglesia, casi todos con la mirada perdida, esperan en silencio, segura estoy, imaginan lo que les espera, evocan lo que dejan atrás y se dan ánimo a ellos mismos.
En su mayoría hombres, son de todas las edades, sin embargo, hay también algunas mujeres, hasta ese momento no veo a ninguna familia. Mi primera tarea junto a cuatro de mis compañeros es convencer a algunos migrantes de hablarnos de su viaje frente a la cámara, o detrás de ella, por aquello del anonimato, recoger testimonios, pero debí imaginar que no sería tan fácil. Acercarnos, entablar conversación, era de por sí algo difícil, el pedirles su colaboración a cambio de nada, era casi batalla perdida. Nos veían con recelo, extraños en ese ambiente, jóvenes que a primera vista se sabe están ahí por alguna razón muy particular, totalmente diferente a la de ellos.
Se advierten en extremo reservados, no levantan la vista del suelo, tienen miedo, desconfianza, se vislumbra en sus semblantes. Frente a tantos problemas y engaños sufridos pocas son las palabras que salen de sus bocas, ellos van a lo que van, su meta: cruzar la frontera, no tienen ánimos de hablar, no necesitan hacerlo.
Después de varios minutos y tras muchos intentos fallidos, vinieron los primeros “si”, algunos migrantes aceptaron darnos sus testimonios frente a las cámaras a cambio de anonimato. La voz se había corrido, éramos simplemente un grupo de jóvenes universitarios haciendo un trabajo. En el lugar se encontraban también algunos reporteros, un corresponsal del diario español El País y dos más de una revista estadounidense.
Mientras algunos se encontraban grabando testimonios y otros se ocupaban de una recreación, un pequeño grupo de compañeros y yo, nos habíamos ganado la confianza de un par de migrantes, nos contaron que no era la primera vez que estaban ahí, tras dos intentos fallidos de cruzar la frontera, esa era la tercera vez que se arriesgarían, estaban a la espera de que llegara el hombre que los trasladaría hasta El Sásabe, de ahí se enfrentarían a una caminata de 3 días por el desierto hasta cruzar la frontera.
En eso algo llama mi atención, una señora mayor de aspecto indígena que vendía bolsas negras, bolsas que se utilizan para la basura, no pude evitar mi curiosidad y pregunté, para qué las utilizan, me contestaron que en el desierto es la única protección contra el frío, llevar mantas resulta algo pesado, deben ocupar sus manos en llevar comida y agua.
Un nudo se formó en mi garganta al escuchar las condiciones en las que viajan por un desierto donde el menor peligro lo representan los animales venenosos, una tierra tan árida que alcanza los 45 grados centígrados durante el día y por la noche temperaturas tan bajas que pueden causar la muerte por hipotermia. Ellos están concientes del peligro, pero prefieren arriesgarse a continuar viendo, según sus palabras, a sus familias morir de hambre.
Una furgoneta se estaciona en la esquina de la plaza, rápidamente se baja un hombre, otro espera al volante, abren las puertas hacia donde se encaminan varios migrantes, veo que suben, 2, 6, 8, 11, estoy perdiendo la cuenta, son más de 20 personas a bordo de la furgoneta, quienes por una camino de tercería en un viaje de hora y media se acercaran un poco más a su destino, los llevan hacía El Sásabe, donde aquellos que corren con suerte serán guiados por el “pollero” hasta la línea fronteriza en una caminata de varios días, pero donde muchos más serán abandonados a su suerte una vez que les hayan quitado hasta el ultimo centavo.
A lo largo del día fueron muchas las historias narradas, gente que viene principalmente del sur del país, incluso de otros países como El Salvador, Honduras, Belice y Guatemala, pero quienes dicen venir de estados como Oaxaca por temor a ser deportados una vez que han llegado tan lejos, personas que en su trayecto viven las peores injusticias y a quienes aún espera un futuro peligroso e incierto.
Seguimos escuchando historias y el corazón se me encoje cada vez más, mil preguntas vienen a mi mente, pensar en esas personas, en la falta de empleo y oportunidades, en el gobierno, en los traficantes de personas e incluso de drogas que han encontrado en ese sitio el lugar perfecto para sus operaciones. Es inhumano, es una realidad.
Veo una familia, tres hombres, dos mujeres, dos pequeñas de aproximadamente 4 y 2 años, intentaran cruzar esta noche, pero no quieren hablar. Otra familia ha llegado, no lo puedo creer, una bebé de apenas tres meses en brazos de su madre, junto a dos niños más, no lo podemos evitar, una de mis amigas y yo nos dirigimos hacia ellos, intentamos conversar, la madre, una mujer indígena de escasos 20 años se muestra abierta, sonriente, inundada de ilusiones y esperanzas, le preguntamos si no le parece demasiado arriesgado, dice que no, que ya todo está arreglado, no se necesita demasiada astucia, inmediatamente nos damos cuenta que sus ojos están completamente vendados, qué hacer, a pesar de las advertencias no cambiará su parecer, no podemos hacer nada, sólo desearles suerte.
Otras furgonetas llegan y se van, cientos de personas intentaran cruzar este día, algunos lograran su objetivo, pero quizás no llegarán muy lejos, la vigilancia estadounidense no se los permitirá, otros tantos se quedaran en el camino formando parte del desierto, simbolizados en forma de cruz, convirtiéndose en una estadística más, mientras muchos otros seguirán arribando días tras día con la esperanza de cruzar.
A medida que la tarde llegó, la plaza se fue quedando vacía, un día más en ese pueblo de paso, las personas que habíamos visto por la mañana seguramente se encontraban ahora a mitad del desierto, en medio de la nada, no pude evitar pensar en la bebé, su familia lo lograría? cuál sería su suerte? no lo sé, jamás lo sabré. Sólo unos cuantos se quedaran a dormir en la plaza, otros se irán a los alojamientos y unos cuantos más a la casa del migrante, donde atienden a aquellos que han quedado sin nada más que las ganas de conseguir su sueño.
Nosotros regresamos a la ciudad, a nuestras vidas, yo me quedo pensando en todo lo que vi ese día, las ideas se me atropellan, es un torbellino el que hay ahora en mi cabeza, mezcla de sentimientos, impotencia, tristeza, enojo, indignación, rabia, nauseas… necesito descansar, y me siento egoísta porque cuando lo pienso me pregunto: “y ellos? todas esas personas”, acaso no necesitaran descansar, descansar de las injusticias, del sufrimiento, me siento tan pequeña, ya ni siquiera puedo pensar, sentada en el camión cierro los ojos, el mundo esta mal, “no” dice la voz en mi cabeza, somos nosotros quienes estamos mal, se trata de la humanidad.